Lucero

-Éramos muy unidas- decía. También decía lo mucho que la extrañaba, las noches de insomnio, los recuerdos y todas esas cosas que la verdad no me importaban.

Yo la vi por primera vez en mi clase de teatro. Su nombre es Lucía o Lucero, no lo recuerdo. Nunca charlamos, nunca nos hicimos amigos, por eso era más raro que de pronto haya decidido contarme su asunto.
Nunca he sido muy sociable, pero éste era sin duda el peor momento. Sentado en las escaleras del metro San Cosme, ansioso, con el celular renuente a sonar. Ella no entiende eso, no lo sabe, por eso sigue hablando, por eso no la callo. Es más sencillo fingir que le doy atención a explicarle por qué no puedo dársela.
-Éramos perfectas, almas gemelas- decía. Miro la hora, nada aún. Apareció hace quince minutos al fondo del pasillo, cruzó los torniquetes y me vio. Ya tenía lágrimas en los ojos, lágrimas que intentaba disimular. Me preguntó si era el de la clase de teatro, al parecer no recordaba mi nombre; Carlos, ¿qué tan difícil puede ser de recordar?
Al fin mi móvil sonó. Le dije a Lucía o Lucero que me esperara un segundo. Me alejé lo suficiente para que no escuchara mi conversación. Cuando regresé con ella me sentía muy solo y ella tenía el rostro clavado en las palmas de sus manos. Me abracé a ella, ambos lo necesitábamos. Estuvimos en silencio mientras el mundo continuaba frenético a nuestro alrededor.
Eran las 8 de la noche, los niños de la secundaria anexa comenzaron a desbordar la estación; gritos, risas, felicidad. Nada que en ese momento pudiéramos entender.

Mi celular volvió a sonar. Me alejé de nuevo.

-¿Todo bien?- Cuando volví a ella preguntó que si todo estaba bien. Yo no quise contestar, no pude contestar.
-No importa si me cuentas, yo te he molestado con mis cosas- Puedes confiar, eso es lo que ella decía realmente. Puedes confesar y compartir, bajar la guardia y estar a salvo. Ella y yo éramos muy unidas, pero ahora el vínculo de vulnerabilidad y tristeza nos hace uno. Eso es lo que ella trataba de decir.
Salir a tomar algo parecía buena idea. Sorprendida e incrédula me miró. Comencé a subir las escaleras. Siguió mis pasos en silencio.
Afuera estaba el cielo oscuro, la calle iluminada y ella y yo completamente solos. Quiero tomar su mano, pero sé que sería patético, no tendría sentido.
***
Tomar su mano sería absurdo, aunque así lo deseo. Estábamos tan solos.

Su celular sonó de nuevo. Esta vez no se alejó para contestar.

-¿Qué pasó?- preguntó y a partir de ahí sólo se dedicó a escuchar. Cuando la otra persona terminó de hablar, guardó su celular en la bolsa. Su rostro palideció, contuvo sus lágrimas y su mirada se perdió en el camino.

-Mi nombre es Lucero, por si lo olvidaste- mis palabras le devolvieron color. Tomé su mano y la apreté con fuerza. Sin mirarme preguntó si quería café o cerveza.

-No estoy de humor para café- le dije, a pesar de que odio la cerveza.

Balderas

Ella escribe que le salvé la vida.

La encontré llorando en las escaleras del metro Balderas que bajan de la Biblioteca de México. Nos conocimos en la secundaria. Ella iba en el grupo del horario matutino en el que estuve, antes de que me corrieran al vespertino. Teníamos más de 5 años de no vernos.

Se sorprendió al reconocerme y algo parecía avergonzarle, como si hubiera descubierto algún secreto enterrado.

Dijo que había cambiado mucho, que perdí algunos kilos y que el cabello largo me sentaba bien. Ella tenía los mismos ojos profundos y enormes de siempre, llenó sus pechos y caderas y ese día tuve la impresión de que brillaba mucho menos.

Lloraba porque su novia la había dejado. Mariana la cambió por una amante mayor que le daba gustitos y viajes que obviamente ella no podía pagar. Le expliqué que ella tenía apenas 21 años, que encontraría a alguien más.

-Sólo tengo 20, soy un poco menor que ustedes.

Pregunté si Mariana iba con nosotros en la Anexa y me dijo que no, que la conoció en la prepa y que por ella descubrió su bisexualidad.

Le conté un poco mi vida desde que me corrieron definitivamente de la secundaria.

-Escuela tan mediocre.

-A mi si me gustaba- me contestó. Después miró su reloj -Llevamos dos horas platicando aquí.

La abracé y le dije que todo estaría bien. Le di un beso en la mejilla y anoté el número de mi móvil en la palma de su mano.

-Te marco y hacemos algo ¿va?

No le creí, pero al menos logré una sonrisa auténtica cuando bromeé sobre que mi madre me mataría por platicar horas con una «desconocida» en el metro.

Una semana después recibí un mensaje.

Comenzamos a salir y después de un par de meses dijo que se enamoró de mí. Yo sólo podía pensar en lo atractiva que era y en lo bien que le caía a mis amigos y a mi familia. Fue un amor muy violento, con risas y felicidad descontrolada, con mucha pasión del cuerpo, del calor de la ingenuidad. Casi un año viví un enamoramiento infantil y hasta hoy no estoy completamente seguro de todo lo que ocurrió.

Un día sólo desapareció.

Dejó de contestar mis llamadas y nunca respondió los mensajes que con desesperación le escribí. Nadie abrió en su departamento, ningún vecino quiso darme información. Cuando fui a la policía, se burlaron y dijeron que no les hiciera perder el tiempo.

Mis amigos no sabían como ayudar, nadie tenia la experiencia suficiente para llevarme a entender, para conseguir que la dejara ir.

Después de no sé cuánto tiempo me rendí.

Dejé de buscarla, pero nunca pude dejar de pensar en ella.

El mundo es un lugar completamente vacío cuando el único rostro que tus ojos desean ver, no aparece por ningún lado. Todo se torna gris y pierde frescura y juventud.

Ayer recibí una postal de Antigua, Guatemala. Venía acompañada de una carta de dos cuartillas de extensión.

Ella escribe que le salvé la vida.

Ella y su familia se fueron para allá cuando dijo a su mamá que estaba embarazada de mí. La señora decidió que no pasaría vergüenzas y que yo era un pobre chamaquito tonto que no traería más que problemas.

Sus abuelos les dieron asilo y ahora una niña con su mismo nombre y mis ojos camina y ríe saludable. No necesitaba nada, sólo quería que supiera que estaba bien y que de alguna forma yo le salvé la vida en el metro Balderas esa tarde fortuita en que nos reencontramos. Nunca entendí sus palabras.

Ella me enviaría fotos suyas y de la pequeña hasta que le pidiera de mi puño y letra que se detuviera. Que de lo contrario no respondiera a ninguna de sus cartas porque su mamá no deseaba que nos volviéramos a ver.

Me pidió que siguiera con mi vida, me enamorara y sólo le dedicara unos minutos cuando recibiera las fotografías.

Me aseguró que cuidaría mejor que nadie a nuestra hija, que nunca olvidaría lo que tan sinceramente hice por ella y al pie de la carta, solitaria, dejó marcada la promesa inverosímil, de quererme por siempre.

Eva

Alguien me creó.

Soy producto del aburrimiento de alguien más.

Nunca vi su rostro, nunca escuché su voz.

Dejó alimento, cosas que hacer y plantó semillas para que florecieran ideas en mi cabeza.

Estuve entretenido nombrando las cosas, explorando el mundo y disfrutando la soledad, pero inevitablemente por mi origen y mi naturaleza, terminé inmóvil y enfermo de tedio.

Y entonces ordené sistemas, modelos y organicé todo lo vivo y lo inanimado. Le di rostro al creador. Lo maldije porque mi existencia, después de 2000 años, no tenía un fin, no tenía propósito.

Nunca recibí respuesta.

De nuevo inmóvil, me invadió un sopor terrible.

Y entonces una flor prohibida creció y creció hasta obsesionarme: convertirme en el creador.

Dormí.

Soñé cosas terribles nunca vistas por mis ojos y quise despertar, pero no pude hasta el final de la séptima noche.

Abrí los ojos.

Noté que el torso me dolía, me faltaba una costilla y me sentía muy cansado a pesar de sólo haber dormido.

A mi derecha, había una forma nueva,  ensangrentada y viva que inmediatamente sentí cercana.

Supe su nombre y su naturaleza. Se convirtió en mi compañera.

Le mostré el mundo y las cosas que había en él. Le hice regalos, y construí una ciudad entera sólo para los dos.

Su sonrisa me hacía vibrar y el latido de su corazón, idéntico al mío, dio propósito a algo que no lo tenía. Y procreamos y poblamos al mundo entero y al fin estuve tranquilo, satisfecho de mi existencia como orgulloso creador.

Pero ella nació triste, aburrida y con la misma aflicción que yo.

Se fue alejando y apagando poco a poco y ninguna flor fue suficiente.  Y mostrarle mi rostro de creador no fue suficiente.

En marzo del año 2002 de nuestra era decidió quitarse la vida; una mezcla fatal de anfetaminas y alcohol.

Y el tedio cayó de nuevo en mis hombros y me aparté de los demás. Y lloré, y me rompí las venas buscando razón en sus acciones.

Nunca fui suficiente, soy culpable. Y me arranqué la piel y me quebré los huesos.

Viajé hasta las orillas más escondidas y oscuras de la realidad para hablar con el creador. Y de nuevo le escupí en la cara y maldije su nombre sin recibir castigo ni respuesta.

El odio comenzó a endurecerse y a cubrir mi piel humana hasta petrificarse.

Siendo roca soñé que no había creador y que yo siempre fui roca inerte y alguien más me nombró y organizó todo a mi alrededor… pero las rocas no recuerdan, no sufren. Las rocas no sueñan y no sienten dolor.

Helena

Mi celular sonó a las tres de la mañana. Helena se había suicidado.

Al fin había cumplido su promesa.

Me llamaron porque el último número que marcó fue el de mi móvil. A Helena le gustaba charlar después de media noche, decía que a esa hora sí podía concentrarse.

-Otra vez esa pinche loca ¿verdad?- Andrea arrastraba las palabras porque mi voz acababa de despertarla-¿Te la estás cogiendo de nuevo?

-Murió, se suicidó.

Andrea me miró profundamente en la oscuridad, podía sentir sus ojos hurgando en mi corazón. Se puso de pie y me besó en la frente.

-Ve, anda. Corre a ver que pasó- y volvió a dormir. Hasta ahí llegaría su compasión por Helena.

Manejé hasta el hotel en el que siempre nos acostábamos, pequeño y con la entrada discreta. Cuartos viejos y mal iluminados, ideales para los secretos y las aventuras. Helena estaba en el cuarto de siempre.

No la habían querido levantar porque el perito de ese turno estaba de vacaciones y no encontraban a su remplazo, burocracia mexicana.

La destaparon y pude ver sus enormes ojos verdes y sus labios llenos de espuma.

-Encontramos jeringas joven…- los interrumpí y les expliqué que era adicta a la heroína.

Comencé a verme en secreto con Helena después de un concierto. Andrea había dejado de ir a los shows, había dejado de preocuparse y su interés era cada vez menos en las actividades que realizaba antes y después de tocar. Normalmente terminaba solo.

Salí a fumar un cigarro, Helena salió detrás de mi y dijo que le encantaba como golpeaba todo, que desprendía energía, que seguro era un animal en la cama. Seguí la corriente y fuimos por primera vez a nuestro hotel, el más barato que encontramos. Teníamos la noche completa.

El mundo se acaba todos los días cariño, decía después de cada orgasmo y antes de meterse lo que fuera.

Traté de ayudarle pero ya estaba demasiado cansada de la vida.

– Algún día me voy a morir de amor por ti, ya verás- pero yo sabía que el amor no estaba entre nosotros, ni era el culpable de su tristeza infinita.

Helena no tenía límites, no conocía las convenciones sociales, no le importaba que estuviera casado con Andrea y por supuesto no sabía cuando detenerse.

A veces desaparecía porque viajaba de aventón a alguna playa. Conseguía dinero de alguna forma y ahí permanecía hasta que sus demonios acababan por joder todo.

-¿Podemos vernos? Ya no tengo varo y necesito de ti. Ya sabes, te extraño.

-Helena, estoy ocupado. Ya te pedí que no llamaras, mándame un mensaje y yo te llamo. Andrea ya sospecha de nosotros

-Me haces falta, te necesito. Vamos a vernos en la noche, en la madrugada, a la hora que sea.

Nunca pude negarme. Algo morboso me atraía; el peligro de perder todo por una junkie, el sexo, las drogas, la necesidad de romper con la rutina.

Después de cenar, nos encerrábamos en el mismo hotel diminuto. Ella decía bromeando que le gustaba que fuera el mismo cuarto, el mismo hombre, así podía fingir que tenía una casa, un hogar y un esposo cariñoso. Por eso cuando la habitación usual estaba ocupada prefería dar vueltas en mi auto, coger en alguna calle oscura y dormir en los asientos traseros.

Creo que le tomé aprecio, pero no el suficiente para abandonar a Andrea. Ella representaba la estabilidad, la seguridad emocional y el futuro. No quería dejarla, sólo a veces deseaba retroceder su actitud unos cuántos años, cuando me deseaba y le entusiasmaba lo que hacía. Cuando tocar en una banda y ganar unos cuantos pesos era suficiente.

-Déjala y vámonos, hacemos una banda en la playa, se puede vivir bien con muy poco dinero.

-No puedo, la vida que tu quieres no es para mi.

Después de la charla indispensable, siempre repetía lo de morirse de amor. Ella nunca me amó y yo nunca la amé. Sólo éramos el estimulante del otro, la necesidad fugaz, el sexo desenfrenado, la habitación libre de juicios y preocupaciones.

Tuve que estar en el ministerio público haciendo declaraciones con respecto a mi relación con Helena. No mentí ni una sola vez, no dudé, no fingí demencia. Decir la verdad era mi homenaje, era reconocer su existencia desperdiciada y su belleza incongruente con lo horrible de sus días.

Helena murió por sobredosis de heroína a los 22 años. Nunca averigüé su verdadera historia. Siempre que quería platicar de eso, ella reventaba en disparates y cuentos inverosímiles.

El funeral lo pagó un señor que decía ser su tío. Tampoco él pudo decirme nada sobre la tragedia, le creí cuando aseguró que apenas la conocía. Asistimos poco más de seis personas y las lágrimas se podían contar con los dedos de una mano.

Yo no pude llorar.

Andrea nunca mencionó el tema de nuevo. A pesar de su propia incomodidad y sufrimiento, siempre comprendió mi extraña pérdida. Fuimos a terapia y las cosas mejoraron entre nosotros y se puede decir que hoy tenemos un nivel aceptable de felicidad. Ya no la engaño con nadie. Ya no más hoteles baratos ni personas breves. Helena me regalo más que suficiente desastre.

Han pasado ya tres años y todavía no puedo evitar sentir una tristeza profunda y oscura cuando pienso en ella y lo estúpida que fue su muerte. Es una sensación muy especial. De alguna manera Helena me cambió y estaba agradecido, pero ¿yo qué hice por ella?

¿Quién le haría tanto daño? Quizás sólo era su forma de ser. Muchas veces llegué a pensar que su misión en la vida era auto destruirse porque siempre había una enorme sonrisa en su rostro cuando me decía: El mundo se acaba todos los días cariño, como aceptando, como disfrutando tanta mierda.

La realidad era que después de cada sonrisa cínica, cuando creía que ya no la observaba, su rostro se tornaba amargo y viejo; la mirada más triste del universo… Y luego, una aguja y volvía a sonreír.

Cineteca

Ese día tenía pensado suicidarme.

No tengo tantos problemas como parece, no es culpa de mi madre, ni de la ausencia de mi padre, tampoco es culpa de las rupturas y las traiciones. Mucho menos es culpa del insomnio permanente.

Así soy.

Ella llamó también ese día. Quería verme, me extrañaba. Le dije que no y colgué. Apagué mi celular.

Después llamó a mi casa. Desconecté el teléfono.

Media hora más tarde sonó el timbre y pude ver su cabello rizado a través de la ventana.

-¿Vamos a ponernos pedos a la cineteca?- su sonrisa pícara seguía siendo lo más hermoso que había visto.

No sé que quiere de mi, no sé que le atrae.

Nos conocimos en un bar corriente y sucio del centro. Yo pertenecía, ella no. Ella era un resplandor inmaculado y yo un remedo de persona. No pude negar que me sentía extrañamente hipnotizado por su presencia enigmática y casi angelical. Sus pecas eran mi parte favorita. Esa noche nos acostamos y a partir de ahí, se convirtió en mi compañía constante. Fiel a pesar de mi desdén ocasional y de mis ocupaciones y deberes inventados.

-Ya compré los boletos, ya nada más pasamos por las chelas- Tomó mi mano y me arrastró hacia afuera. ¿Qué más da? ya me había interrumpido.

La sala estaba prácticamente vacía. Bebimos. Intercambiamos caricias y la película terminó con el orgasmo que su boca imprudente me regaló.

Ahora tengo dos semanas más para pensar. ¿Por qué?

Curiosidad, tal vez.

Amor, no sé.

Miedo a morir ahora que alguien se preocupa por mi.

Nunca quise suicidarme y siempre he sido un patético mentiroso de mierda, wanna be, hijo de puta con baja auto estima, tal vez.

Caminamos hasta mi casa abrazados, tropezando y riendo como dos niños.

Durmió en mi cama. Me besó en la mejilla y estoy seguro que soñaba.

Cuando despertó le dije que tenía algo que hacer, que debía irse. Tomó sus cosas, me besó en la frente y se marchó. Sus caminar era distinto.

Hoy fui a la cineteca a ver una película. Compré un par de cervezas y me senté en la oscuridad. La sala, que hoy se ve más vieja y vacía que de costumbre, me dio la libertad de llorar en silencio.

Su ausencia es insuperable.

No se va a arreglar.

No va a mejorar.

No va a estar bien.

No voy a estar bien.

No lo voy a superar.

No hay marcha atrás.

No le dije adiós.

No va a volver.

Aquel día ella tenía pensado suicidarse.

No tenía tantos problemas como parecía, no fue culpa de su madre ni de la ausencia de su padre, tampoco fue culpa de las rupturas y las traiciones. Ella dormía siempre como bebé.

No fue culpa mía.

No fue culpa mía.

No lo fue.

Así era.

Bote

Accedí a reunirme con él. Lo odio (me odio) pero dije que sí. Siempre ha sido un dolor en el corazón, siempre ha sido una espina en las alas y una adicción. Aún así, aquí estoy en la esquina de mi casa, son las siete treinta de la noche y espero a que pase por mí.

Tarde. Ocho y veinte. «Perdón, ya sabes como es el tráfico gorda». Siempre he detestado que me diga gorda, bebé o linda al final de cada oración. Tarde, siempre llega tarde.

Le digo que todo está bien. Pregunto el por qué del encuentro. «Nada bebé, te extraño». Yo no lo extraño de la misma forma… es sólo que necesito mi dosis mensual de sentirme miserable.

Me dice que tiene en mente una velada romántica; comer, beber y ver que pasa en la flamante habitación de un love hotel que conoce. Yo sé en qué dolores termina esta historia.

Nunca me obliga, siempre estoy convencida de acostarme con él, con el monumental patán. Siempre quiero estrellarme contra el pavimento de sus palabras, siempre estoy dispuesta a abrirle las piernas a una de las noches más ridículas y decadentes de mi vida.

No puedo deshacerme de él. No me quiero. Me siento triste.

Debería terminar con él, matarlo, cortarlo de mi cuerpo, sangrarlo de mi cuello o de mis muñecas… pero no quiero.

Comí y bebí como si no hubiera mañana. Algo con cangrejo, fino y caro según él, vino tinto.

Me sentí mareada cuando la segunda botella se terminó, no dije nada.

Quiso besarme. Comenzó a quitarme la ropa con esa respiración jadeante, animal, que tiene cuando está excitado. Sus manos son más vulgares que él, son las que hacen más daño.

Un ruido inusual proveniente de mis intestinos lo hizo detenerse. «¿Qué pasa bebé? ¿Te quedaste con hambre?» y comenzó a reír. Le contesté que algo me había caído mal.

Debía irme.

«¡No mames gorda! pagué un dineral por este cuarto y la comida, ¿qué pedo contigo? ¡Ni siquiera me la has chupado!».

Abrí la puerta y salí corriendo.

Vomité una sustancia blanca y roja, fragmentada, completamente dividida. Marqué cada esquina, le expulsé en cada esquina hasta llegar a casa. Mis padres dormían y todo estaba en silencio. La cabeza me daba vueltas y me tumbé en la cama. Estaba por dormir cuando el mismo ruido extraordinario de mi cuerpo alteró el silencio. Todavía no había terminado con él.

No podía salir al baño, no llegaría. Tomé el bote de plástico de mi cuarto y expulsé mil demonios a través del recto. Uno de ellos era él.

Saqué el bote por la ventana con la esperanza de que nadie descubriera el mal que había dentro de mi, mañana me haría cargo.

Dormí como cuando era una niña.


Soñé conmigo, soñé el bote con tu rostro en el fondo y con las incontables veces que me llamaste gorda, bebé o linda mientras me lastimabas de todas las formas imaginables.

Soñé que te cagaba en la cara.


Después de esa noche tuve que alejarme de él. Más por asco que por dignidad.

Placer

Accedí a golpearlo. Me generaba placer.


«¡Una puta loca, eso es lo que eres!» Le dije a la única mentora accidental que he tenido. Me cansé de su odio, del desprecio y los insultos. Así que me quité la correa y le grité sin temor a las represalias, sin temor a dejar de sentir. «¡Eres una puta loca, gorda, y loca!».

Mis palabras primitivas e infantiles no tuvieron el efecto que yo quería en ella. Pero la expresión de su cara (que bien conocía) me erizo la piel.

1. Escribir siempre ha sido una comezón que me gusta mitigar. No siempre está, pero siempre regresa. Nadie le puso interés, hasta ella.

{42 años, rolliza, sin ningún atractivo físico, poco carismática y con una inteligencia brillante y cálida como el sol de verano}

Me dijo, mientras regresaba calificado un simple escrito de tarea a mis manos, que no lo hacía tan mal, que la buscara después de clases. «Parece que podrías hacerlo mucho mejor… no está mal, pero sigue siendo mediocre. Lee esto».

Leí la Neon bible y el mundo cambió.

2. Continué enviándole escritos: «Mediocre, puede ser mejor, creo que me equivoqué contigo».

{Me despreciaba en los pasillos, me miraba con asco, con odio. Cuando podía me recordaba con discreción lo patán que era, lo bien vigilado que me tenía, lo mal que me iría en la vida}

En privado no era tan hiriente. El dolor del cuerpo no me preocupaba, pero su indiferencia me desgastaba. «Es todo, puedes irte». Esa era mi motivación principal: quería quedarme, quería que al final se enamorara de mí.

Leí a Sor Juana porque era su pasión.

3. Terminé la prepa y me obsesioné con su aprobación. Todos los días escribía y revisaba, escribía y pulía, escribía y rogaba.

{Me puso la depresión en las mejillas. Con amor retorcido me aseguró el futuro al oído. Con fuerza grabó en mi piel sus deseos}

«Para tipos como tú, hay dos opciones solamente. O serás un borracho de por vida o te convertirás en un genio».

Leí a Baudelaire para cumplir mi destino.

4. El día que le grité lo mierda que era, fue el día más triste de mi vida; dejó de dominarme, dejó de marcarme el camino y el ritmo.

{Sus manos femeninas, discordantes con todo su cuerpo, me acariciaron por primera vez. El fuego que alimentaba el odio de sus ojos se apagó}

«Ya no me interesas». Me besó. «Ahora vete, hemos terminado» y me dio un compendio de hojas desordenadas.

Leí su poesía y no volví a verla.


Rechacé golpearlo. Dejó de generarme placer.

Chopin

El día que la conocí me dijo que no tenía interés en saber mi nombre. Dijo que sólo con un cuarto de hotel y sexo estaría satisfecha.

Al principio huí. No sabía como reaccionar. No es que no tuviera eso en mente, finalmente las páginas de citas por internet son para eso, para coger gratis. El problema estaba en su actitud, en la manera de abordarme: «sí, cógeme y ya, neta así está bien». En mis planes estaba la clásica cita obligatoria; cena, tragos y si corría con suerte, entonces sí, un hotel. No podía con una mujer sin protocolo.

Macho. Le dije que no estaba interesado en «alguien así».

Santurrón. Me di la vuelta y caminé con dignidad.

Animal. La fiebre de la imaginación no me dejó dormir.

Estúpido. Le marqué al día siguiente.

Nos vimos en la puerta de un hotel barato que está sobre insurgentes. Pagué el cuarto como todo un caballero y tomamos el elevador. En silencio me miraba y yo trataba de hablar de nimiedades. Entramos, sacó su celular y un nocturno de Chopin comenzó a sonar, después otro. Uno tras otro.

El sexo fue salvaje al punto del dolor y obviamente sin significado. Breve, satisfactorio y desastroso para mi condición actual. Lloré como un bebé y ella me abrazó. No me gustaba su aroma.

Dormí profundamente.

Al despertar Chopin no tocaba más y ella se vestía. «Debo irme, gracias por esto». Cerró la puerta con mucho cuidado, cómo si no quisiera alterar mi letargo.

No me moví durante un par de horas, apenas respiraba. El teléfono interrumpió para decirme que las 4 horas habían terminado y debía desocupar la habitación. Colgué la bocina sin decir nada, me vestí y caminé a casa. Vomité en una coladera antes de entrar.

No supe de ella hasta un mes después. «¿Nos vemos mañana?» Chopin me adormecía desde el fondo. Le dije que no me sentí bien la última vez que nos vimos y prefería no hacerlo jamás. Ella guardó silencio para que sólo escuchara el piano. «Está bien te veo mañana en el mismo lugar» dije sin realmente querer hacerlo y corté la llamada.

Chopin es la constante con la que ella cada vez que quiere me tiene. He intentado no responder, bloquear su número, pero de alguna manera siempre logra ponerse en contacto. De alguna manera siempre acabo en su cuerpo, atrapado e indefenso. Siempre rompo en llanto después de venirme en donde ella decide.

Al final el resultado es el mismo. Es como ahogarse: duermo, me dicen que debo salir, camino a casa y vomito toda el agua atrapada en mis pulmones antes de regresar a la vida.

Chopin está prohibido en mi casa hasta su siguiente llamada.

Bicicleta

Carda abrió la puerta de su casa y puso su maletín rosa en el piso. Caminó hacia la cocina y observó a Momo, ella lavaba platos limpios totalmente distraída. Se mantuvo en silencio aproximadamente cinco minutos y trece segundos, catorce segundos. Habló:

-Amor, tengo una bicicleta, tú tienes una también ¿te parece si vamos a dar un paseo?

Momo lo miró y permaneció en silencio aproximadamente cinco minutos y trece segundos, catorce segundos. Después contestó:

-Claro, pero tu bicicleta debe tener una canasta y una campanilla que haga ruido, como la mía. Además algo me preocupa, ¿estás seguro que no la tomaste prestada?

Carda miró al techo, después cerró los ojos para buscar la respuesta dentro de su cabeza, aparentemente no la encontró. Se dio la vuelta, salió de la cocina, tomó su portafolio rosa del piso y salió de su casa.

Momo terminó de lavar los trastes y salió por la ventana. En el jardín encontró a Carda. Lo observó. Se mantuvo en silencio aproximadamente cuatro minutos y trece segundos, catorce segundos. Después habló:

-Tengo una capa, mi amor. Es algo ridícula, está algo rota al frente. No sé si se me vea bien, ¿tú qué opinas?

Carda hizo una imagen mental de la capa y contestó:

-Ya sé cuál es, creo que se te ve bien.

Momo sonrió y le dio un beso en la mejilla. Lo tomó de la mano y entraron juntos a la casa. Recorrieron todos los recovecos secretos de su hogar. Se fascinaban con sus pertenencias como si fuera la primera vez que las veían.

Después de un rato Carda y Momo se sentaron en la sala, aún seguían tomados de la mano. Observaban la pared sin parpadear como dos maniquíes hermosos y aterradores. De pronto un tenue sonido los hizo reaccionar, parecía que alguien rascara algo. Carda y Momo se miraron el uno al otro. Permanecieron en silencio aproximadamente tres minutos y trece segundos, catorce segundos. Después preguntaron al unísono:

-¿Qué es ese ruido?

Carda se levantó y comenzó a buscar la fuente del persistente pero agradable sonido. Revisó las paredes de arriba a abajo, miró dentro de la chimenea, debajo de los sillones y detrás del pequeño cofre que poseían pero no pudo encontrar nada. Finalmente Momo interrumpió su búsqueda.

-Amor recordé que el ruido lo produce Gerald, está detrás de una de las paredes.

-¿Gerald? ¿Quién es Gerald?

-Un ratón mi amor, lo llamé Gerald, no sé por qué, llegó hace como dos semanas, creo que busca algo, algo importante.

– Gerald…buen nombre para un ratón. Buen nombre…bueno y útil como los diminutos colmillos de las libélulas.

-Es un poco viejo, pero es un buen ratón, creo que busca algo, algo importante.

Carda volvió a su sitio y besó a Momo. Hicieron el amor sobre el sillón. Sólo se podía escuchar la respiración agitada de ambos y el rechinar de los resortes del mueble. Cuando terminaron Momo hundió sus ojos en los de su compañero. Carda sonrió y le susurró algo al oído. Los dos se abrazaron y permanecieron en silencio aproximadamente dos minutos y trece segundos, catorce segundos. Después Momo dijo:

-Vamos a la cocina, quiero presentarte a unos amigos.

-¡Genial! Vamos.

Momo sacó del horno una charola repleta de galletas de jengibre con forma de hombrecillos graciosos.

-Toma un par si quieres

Sin dudar Carda tomó dos hombrecillos y les arrancó la cabeza de una sola mordida. Los saboreó lentamente. Se podía escuchar el pequeño cerebro de las galletas crujir y destrozarse entre sus muelas.

-Están deliciosos, ¿Tú no los probarás?

-No mi amor, no podría comerme a mis pequeños amigos, además los hice para ti.

Momo dudó y sostuvo entre sus dedos una galleta. El hombrecillo la miró con temor, quería conservar su cerebro. Ella dudó por un minuto y trece segundos, catorce segundos. Después le arrancó sin piedad la pequeña cabeza.

-¡Están deliciosos! ¿Verdad que sí? Toma otro, toma dos más, tres si quieres, tómalos, ¡toma uno más!

Carda le arrancó la cabeza a cada uno de las personitas que había aún en la charola. Si hubieran sido humanos aquello estaría cubierto de sangre, una masacre, una pesadilla.

-¡Estoy lleno! Creo que tendremos que dejar los cuerpos ahí, quizás los coma mañana. Deberíamos ir al cuarto ahora ¿no crees?

-¿Al cuarto de los sonidos?

Carda asintió con la cabeza. Tomó de la mano a Momo y subieron las escaleras a toda velocidad. Parecían dos niños que corren para ir al cine, al circo o a su dulcería favorita, dos niños maniquíes hermosos y aterradores.

Entraron al cuarto vacío y el silencio era absoluto.

Carda apretó un botón rojo que había en la pared. Sonaron tambores secos, primitivos. Los siguieron unas pequeñas campanas, después triángulos, cascabeles, claves, timbales, tarolas, bongoes, congas, infinidad de percusiones.

Después las cuerdas: guitarras, violines, chelos, arpas, contrabajos, ukuleles, jaranas. Siguieron los alientos: flautas, trompetas, trombones, tubas, ocarinas, oboes, clarinetes, saxofones. El cuarto era ensordecedor. Los ojos de Carda y de Momo brillaban de forma anormal. Una sonrisa se pintó en sus rostros, eran los dos, uno sólo, una respiración, un espectador, un amante, un fenómeno. Finalmente comenzaron a escucharse todo tipo de sonidos comunes y cotidianos: campanillas de bicicleta, tela de capas, árboles en crecimiento, relojes, perros, gatos, automóviles, aviones, llaves, armas de fuego, cucharas, grillos, cristales, ratones llamados Gerald, gemidos, respiraciones agitadas, rechinidos de resortes de sillones, cerebros crujientes de hombrecillos de jengibre, capacitores, escobillas, motores de combustión interna, libélulas con colmillos, agua, fuego, gritos, risas, papel, zapatos que caminan sobre hojas secas, color rojo, color verde y amarillo, plantas de pies sobre arena húmeda en un día muy caluroso, llantos, tostadas, guajolotes, destribujulios, garkoletuvis, gracoteras, fulures rupileando, cotazarizoz paziendo, rulfinolos revueltoriando, maniquíes…el cuarto contenía todos y cada uno de los sonidos del universo.

Carda tomó una vez más la mano de Momo, la miró a los ojos y esperó aproximadamente trece segundos, catorce segundos. Acercó sus labios al oído de Momo y pronunció cinco palabras. Momo sonrió y asintió con la cabeza.

Carda devolvió sus ojos al vacío y sonrió también:

-Definitivamente eres la chica que encaja en mi mundo.

Perder

El teléfono sonó a las 11 de la noche. La señora Ramírez pensó que en Panamá, sería la media noche.

-¿Hola?- dijo.

Su voz sonaba como parte de las paredes, como parte del tapiz pálido y descuidado.

-¿Mamá? soy yo Santiago.

Diez años atrás le cayeron encima. Recordó aquella vida que alguna vez alguien parecido a ella tuvo.

-Mamá, soy yo, estoy bien.

La alegría del recuerdo de Santiago iluminó una sonrisa cansada y poco natural en su rostro. La energía despreocupada de la memoria de su niño de 8 años le regaló aire nuevo.

-No puedo hablar mucho, no puedo decir más, pero quiero que sepas que estoy bien- La voz desconocida se quebró por un segundo -Te quiero.

El tono de línea ocupada continuó hasta perderse en el sonido de línea perdida.

La señora Ramírez miró el reloj. Era la media noche más 5 minutos en Panamá. Bajó a la cocina, bebió agua y después lloró silenciosa, acostada en el sillón de la sala hasta quedarse dormida.

A las seis de la mañana, las 7 en Panamá, Mariana y María bajaron a desayunar.

-Ayer habló su hermano, dijo que estaba bien.

Las hermanas se miraron entre sí y trataron de ignorar lo que habían escuchado. Sus ojos se nublaron y el parecido con los de su madre se hizo mucho más evidente.

-Dijo que no podía hablar, que estaba bien y que me quería

Mariana rompió sus ojos y se dejó caer sobre la mesa. María corrió al cuarto y regresó con una cobija para su tristeza. La llevó al jardín y practicó algunos ejercicios de respiración que las dos dominaban hasta que María dejó de llorar y se acurrucó en un extremo de la banca.
María sabía que era la fuerte, ella era lo que quedaba de su familia, los restos, las cenizas sin apagar.
Respiró profundamente y regresó.

-¿Qué carajos te pasa? Ya hemos hablado de esto. Mariana es frágil, ¿quieres que vuelva al hospital?

-Es la verdad tu hermano habló ayer

-¡Eres una loca carajo! ¿Qué no ves lo que nos haces?

La señora Ramírez ignoró a su hija y miró la ventana, defender su verdad la dejó satisfecha: escuchó a Santiago por el teléfono.

Esa noche no pudo dormir.

Sus hijas se mudaron a la mañana siguiente.

-Estaremos con los abuelos. Compré un boleto para ti- María amaba los huesos de su madre, sus delirios, no quería abandonarlos, pero no iba a llorar.

-Yo no me voy. ¿Y si vuelve a llamar?

María dejó un boleto de avión sobre la mesa y salió de la casa. Cruzaron las últimas miradas.

El teléfono sonó para la señora Ramirez, sabía que era su pequeño.

Antes de contestar miró su reloj, eran las dos de la tarde en Panamá.